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lunes, 26 de diciembre de 2011

Sol de antaño

Bajo este sol agradador, aunque no suficiente ya que el abrigo y la bufanda no molestaban, todo lo contrario, aportaban, sumado aquél, la temperatura corporal ideal para pasear tranquilamente al borde del río. A nuestro lado pasaban bicicletas y personas corriendo, a alrededor, cada tantos metros, los niños jugaban en los columpios y demás artefactos para tal efecto. Íbamos de la mano, o del brazo, aunque por desgracia la necesidad de usar guantes impedía el contacto de nuestras pieles. Un contacto añorado, que me producía, por una parte, el deseo de volver a casa para poder recuperarlo, por otro, quería que este momento, esta sensación tan simple, y a la vez tan agradable, no se fuera jamás.
Después de muchos años en los que, apenas éramos compañeros de cama, como si estuviésemos obligados a compartirla por necesidad, más por obligación que por deseo, bordeando la separación total, aunque nunca fue más de un mes, y normalmente motivada, o casi justificada por trabajo, siempre volvíamos al hogar, al hogar mutuo, el interior de esas cuatro paredes que habíamos construido entre los dos, cada uno aportando nuestros detalles, e incluso colocando alguno de ambos, que ha aguantado treinta años, modificándose al ritmo que nosotros cambiábamos, tanto individualmente como pareja.
Al principio la cuerda que nos ayudaba a seguir unidos eran nuestras hijas, pero también sobrevivimos primero, al hecho de que se fueran a estudiar fuera, a estar tres meses sin tenerlas en casa, y después, a como la mayor se iba a vivir con su novio a Londres y la pequeña se fuese a trabajar a Milán, sufriendo esa soledad aumentativa, juntos, codo con codo. Ayer vinieron, como siempre, apurando y a última hora, poco antes de la cena. Pero como siempre, disfrutamos muchísimo con las historias de la pequeña, que no paraba de hablar, sólo interrumpida, y de muy de vez en cuando por los breves e ingeniosos comentarios de la mayor que conseguían siempre darles la puntilla y hacerlos perfectos, como siempre que se disponían a hacer algo las dos; cada una conseguía suplir las carencias, o la falta de virtudes, de la otra.
Hace treinta y cinco años que nos vimos por primera vez, también bajo este sol, aunque a más de mil trescientos kilómetros de aquí, siendo ambos turistas. Yo, creyendo que era una romana más, con su larga melena negra, su voluptuosidad, igualita para mis ojos a esas actrices italianas de mitad de siglo, que siempre me habían gustado tanto, más para tener algún contacto que para hacer turismo, la pregunté junto al castillo de San't Angelo:
-Scusi, ¿la piazza del popolo?
-Disculpe, ¿no eres el hijo de Francisco, el notario? -tras mi cara de sorpresa, se explicó-. No se debe acordar de mí, soy la hija del dueño del restaurante de Manolo, donde va a comer habitualmente -pausa-, me acuerdo que estuvistéis hace tres fines de semana.
Tras el desconcierto y, sobre todo, la incredibilidad de no haberme fijado en semejante belleza con la de veces que había ido a ese restaurante, y que ella sí lo hubiera hecho, empezamos a hablar y a recorrer Italia juntos, yo dejando tirados a mis amigos, y ella, alargando su estancia una semana más para acompañarme.
La verdad es que el Manzanares no se parece mucho al Tevere, pero tiene su aquél.

miércoles, 7 de diciembre de 2011

Leves caricias

Me acababan de servir el café pedido; apenas había sacado los papeles para prepararme la clase de la tarde cuando alguien me toca en el hombro. Me sorprendió su levedad y a la vez todo lo que me hizo sentir, pero resistí sin levantar la vista hasta que se sentó delante de mí. Es una capacidad que he aprendido con los años: sujetar los impulsos y no dejar que me controlen.
-Hola, ¿llevas mucho tiempo? Sabía que te encontraría aquí.
Sí, era María. Hablaba como si se hubiera ido una semana fuera. La verdad es que estaba aún más guapa que entonces; que hubiese alcanzado la cuarentena y los diez años que había estado en Londres le habían sentado muy bien, no creo que fuese por la comida. Echaba en falta que me hubiera dado dos besos. Como soy de pensar siempre bien, me dije que las costumbres inglesas le habrían hecho olvidar las españolas. ¿cómo se saludaban los ingleses?
-Pues sí. Ya sabes que soy un hombre de rutinas, y aquí, de momento, se está a gusto. ¿Cómo estás? ¿Qué haces aquí?
-Quería verte. Me han ofrecido volver una vez más y he creído que diez años fuera ya son suficientes. Y quería hablar contigo.
-¿De qué?
-¿Cómo que de qué? ¿De qué va a ser? Pues de nosotros, de tí, de mí, si has rehecho tu vida, si sigues enamorado de mí, si quieres que volvamos...
Tras unos segundos, que me tomé para meditar si soltar los impulsos que en ese momento me ardían por dentro, nada que ver con los de curiosidad que aparecieron cuando me tocó. Decidí soltarlos, pero sin perder demasiado la compostura.
-¿Estás de broma? ¿Después de tanto tiempo vienes aquí como si nada? Estás loca.
-Era algo que necesitaba hacer, y no podía estar escribiéndote o llamándote, porque si no hubiera vuelto enseguida. Además, Virginia me contaba como estabas.
-Por favor, vete.
Me miró sorprendida, aunque después respondió con una sonrisa que me decía que sabía que volvería a ella. Se levantó y se fue, no sin antes repetir el mismo roce en el hombro que hizo al llegar. A través del espejo situado en la pared podía observar sus andares de espaldas, joviales y alegres. Lo peor es que tiene toda la razón.

martes, 13 de septiembre de 2011

"Vacaciones en Roma o la dura vida de una princesa""

La película comienza mostrando la falta de motivación y de ilusión que le ocasiona a una joven princesa (Audrey Hepburn) su modo de vida: recepciones larguísimas, el protocolo... una noche, al repasar con su contessa la agenda del día siguiente le da un ataque de nervios. El médico le inyecta un medicamento que la adormece, y tras la recomendación de que "ahora debes hacer lo que te apetezca" provoca que, decida escaparse y acaba dormida en un banco de la vía pública. Le encuentra un periodista (Gregory Peck) que por pena la acaba llevando a su casa. Por ello, al día siguiente no madruga lo suficiente para cubrir la recepción de la princesa y se dirije directamente a la redacción. Allí descubre que la recepción se ha cancelado ya que la joven que ha dormido en su casa es la propia princesa. Al darse cuenta, ve una ocasión perfecta para hacer un reportaje y sacar dinero.
Viendo los deseos de la princesa en vivir como lo hace la gente común, decide llevarla de visita por la ciudad junto a un amigo suyo fotógrafo y mientras hacer el reportaje a escondidas. En ella, hay varias aventuras (especialmente la del baile en el barco) que les hacen intimar.
Impresionante como expresa Audrey el desconocimiento y la ilusión por ver lo que es llevar una vida normal, y como Peck, que a pesar de su fachada de duro y egoísta, poco a poco se va reblandeciendo.

lunes, 8 de agosto de 2011

te he visto

Esta tarde te he visto. Te he visto en cada chica de melena negra que le colgaba hasta la altura de los hombros que veía delante mía, en cada dueña de un abrigo negro largo que al adelantarla dejabas de ser tú, en cada morena que se acercaba a lo lejos y cuando estaba cerca se transforma en otra chica, muy guapa también, pero no eras tú.
También te veo dentro de las tiendas, de los autobuses, en el vagón del metro que se cruza con el mío, en fotos en las que no sales, en mensajes de personas que tienen un nombre parecido al tuyo.
Eso sí, cuando te veo en mis deseos, en mis planes, en mis pensamientos, en mis sueños, pariendo a mis hijos, cuidándolos, cuando me despierto y veo tu cara en la de la chica que está a cinco centímetros de mis ojos, esa chica siempre eres tú.

martes, 14 de junio de 2011

Miedo

-¿Sabes lo qué me pasa? Pues que no puedo dormir. No puedo porque tengo algo dentro que quiero sacarlo fuera. Dejar de guardármelo solamente para mí, sacarlo del fondo del armario en el que lo tengo escondido, con la pretensión de olvidarlo.
Decirlo.
-¿El qué?
-Pues eso, que estoy loco por ti, que te quiero más que a mi vida, lo típico que se dice siempre porque realmente no sabes expresar lo que de verdad sientes...
-¿Qué sientes?
-Pues eso, que te quiero en mi vida, quiero pasar el resto de la mía mirándote, escuchándote, tocándote, oliéndote, saboreándote... acariciarte, abrazarte, besarte, hacerte el amor a todas horas... No sé, estar contigo. Irnos a una isla desierta y disfrutar el uno del otro, sin que los demás nos contaminen, nos molesten, nos envidien, nos odien o simplemente nos inoportunen. Ser feliz.
-Pues dímelo, confiésate.
-¿Y si se pierde la magia? ¿Y si acabamos mal? ¿Y si nos perdemos? ¿Y si dejo de sentir lo que siento cada vez que pienso en ti y en lugar de eso te empiezo a odiar, como me ha pasado con otras? No quiero que me pase eso contigo. Tengo miedo...

lunes, 25 de abril de 2011

Mañana nublada

-Como había sucedido durante toda la semana, llovía. No fue el golpeo repetitivo de las gotas contra la ventana y contra el quicio lo que hizo despertarme, sino simplemente la alarma del despertador, aunque sí fue lo primero que percibí al recuperar la conciencia. Subí la persiana y a pesar de que el sol se hacía ver, era de manera suave, leve, sin la fuerza suficiente para penetrar a través de las nubes que griseaban el cielo y, con ello, todo lo demás. Me estiré para desesperezarme y fui al baño. Todavía con el pijama me preparé un café en la cocina para tomármelo mientras me vestía, costumbre que tenía para aprovechar más y mejor el tiempo y para no llegar tarde a trabajar, aunque lo hacía también en días como hoy, en los que iba sobrada de tiempo. Ya en la calle, la gente iba demasiado abrigada de lo que corresponde en esta época del año aunque dudo mucho que les estorbase. Vi pasar a una niña con un jersey rosa con puntitos blancos que me encantó. Recuerdo proponerme la siguiente nota mental: cuando vaya de compras, buscarlo y no parar hasta encontrarlo. Era una niña rubita, muy clara de piel, que recogía su pelo en una coleta. Lo siguiente que recuerdo es un derrape de un coche, noté algo en la pierna y hasta ahora doctor.
-¿Te duele?
-No, ¿el qué?

lunes, 21 de marzo de 2011

Las nueve y cuarto

Ya eran las nueve y cuarto, pasados quince minutos de la hora citada. La copa de vino estaba prácticamente vacía. Cuando me iba a dirigir al camarero para pedirme la segunda, la veo cruzando la calzada a través de la cristalera que daba a la calle; zapatos de tacón negro, medias de lycra negra transparente, falda negra que termina por encima de la rodilla uniéndose con la camisa blanca con rayas finas y negras cubiertas por una chaqueta a juego con la falda, y del mismo color, como el bolso y la carpeta que sujeta con el brazo izquierdo. Pendientes perlados de plata sobre las orejas de tono claro, como el resto de la piel de la cara. Ojos pequeños y verdes, aunque tenías que estar cerca y fijarte muy bien para poderlos apreciar. Nariz también pequeña, redonda, sobre unos labios finos que cubrían una boca ancha, pero no muy grande. El pelo liso y rubio estaba recogido con un broche aunque dos mechones, puestos en rebeldía, sobre todo el izquierdo debido a la lateralidad de la raya, se alejaban de su sujeción en forma de pabellón auditivo por lo que en ese justo momento Natalia insistía en colocarlo en su correspondiente celda.

Mientras hacía esta acción, me mira, pero por la expresión de su rostro compruebo que no me ve o no me reconoce. Supongo que el cristal le hace de espejo debido a la luz reflectada en él, aunque el sol está brindando sus últimos rayos. Además, el local posee una luz muy leve y azulada, por lo que está prácticamente oscuro. Se abre la puerta, gira la cabeza hacia el lado contrario al cual estoy yo, y a los cinco segundos cambia de dirección, mirando hacia mí, me ve, me reconoce y sonríe, enseñando la blanquecina fila de dientes frontales, dividida justo por la mitad debido a la separación de los incisivos centrales, mientras camina hacia a mí, haciendo sonar sus zapatos contra el mármol del local.

Termino de hacer el gesto y el camarero me atiende enseguida. Esta vez me pone dos, en lugar de la copa solitaria que colocó la anterior vez. Una pareja. En un momento, tanto ella como yo hemos pasado de sentirnos solos, con la única compañía del otro, a estar junto a nuestra alma gemela. O eso creo yo al ver la simetría de los dos cristales rojizos que tengo enfrente y lo que percibo al pensar en Natalia.

-¡Hola! –me da a probar sus labios un segundo, y coloca el bolso y la carpeta en el hueco que hay debajo de la barra.

-Hola cariño.

En ese momento no pude más, se lo solté.

jueves, 10 de marzo de 2011

A solas

No tengo en cuenta los largos fines de semana que se nos hacían tan cortos, por lo menos a mí, en los que nos limitábamos a salir a la calle lo mínimo necesario, solos, tú y yo, sin hablar con nadie más, exceptuando alguna que otra llamada a la familia, cortadas siempre que se podían en el menor tiempo posible.

Esos sueños compartidos, en los que predecíamos el futuro, juntos, teniendo éxito en tu trabajo o yo en el mío, gracias al apoyo mutuo, a la ayuda y los ánimos que nos dábamos el uno al otro. En vivir como los dos queríamos, como los dos deseábamos; siendo felices juntos.

Me acabo de levantar sola, despeinada, con los ojos llorosos, triste, a pesar del día tan maravilloso que hace, del frescor tan agradable que hace a estas horas, de los rayos del sol que llegan hasta mi almohada y que han hecho que me despierte a las ocho y media, a pesar de estar en verano, de vacaciones, sin tener que hacer nada más allá de hacer la compra y la comida para una persona. Únicamente para mí.

Hoy he dormido mal, lo poco que he conseguido dormir, es como si me hubieran dado una paliza en lugar de haber estado tumbada toda la noche. Desde que te fuiste no consigo descansar, me siento rara, como si me faltara algo, un brazo, una parte de cerebro, de los sentidos; no hago nada a derechas ni disfruto haciendo nada, enseguida me canso o me aburro. Me acuesto tarde, para que el cansancio haga mella y en cuanto me tire en la cama me duerma, pero nada. Cada vez salgo más tiempo a correr, llegando a casa destrozada, pero ni por esas consigo conciliar el sueño. Creo que me estoy volviendo loca.



Joder, puto calor. Ahora que acaba de coger el sueño empiezan a piar los pajaritos, los coches ya tocan el claxon y el sol me está dando en toda la cara. Voy al baño, aprovecho para lavarme la cara y despejarme, ya que sé que no voy a poder volver a dormirme. Me sirvo un café, le tengo que echar hielo para poder tomármelo, y voy a la ventana para fumarme un cigarro. A pesar de que hace veinte días que te has ido, todavía salgo a la ventana para fumar. Siempre te ha molestado el olor a tabaco, aunque a veces, cuando salíamos por la noche e ibas un poco entonada, me pedías un cigarrillo. Yo te echaba la bronca, pero no lo hacía en serio y te lo daba, hasta que la mañana siguiente me hacías jurar que no volviese a dejar que fumaras. Pasados unos días, tú volvías a pedirme tabaco, y yo volvía a dártelo. Nunca he podido negarte nada.

Todo me recuerda a ti; no sólo la casa que compartíamos, que está como la dejaste. Miro la calle y al ver los coches pasar, los edificios, la gente, al oír el ruido, al notar el frescor y la luz que entra, da igual lo que sea, vienes a mi cabeza y no dejas que me concentre en nada. Hago las cosas por inercia, como si fuese un autómata. Por las noches bajo al bar, a pesar de que no conozco a casi nadie, y a los que sí conozco, me caen mal. Pero voy, bebo, intento distraerme, olvidarte, pero nada. Ahí estás. Siempre estás. Pareces omnipresente.

lunes, 28 de febrero de 2011

Una noche oscura...

Era una noche solitaria, fría y espesa. Todo era como lento, o me lo aparecía a mí; el tráfico, el tiempo en el que los semáforos se ponían en verde... quizás simplemente estaba nervioso. Ya no quedaba rastro del partido que se había jugado esta noche cuando pasé por al lado del estadio, sólo algún resto de suciedad. Y la niebla hacia todo un poco más tenebroso y oscuro.
El garito estaba en una zona donde no se encontraban otros bares, ni siquiera se veía actividad más allá de la entrada del local; un portero debajo de un foco que iluminaba media calle, más que todas las farolas juntas. Parecía un león enjaulado: no paraba de recorrer el metro cuadrado correspondiente de la puerta hacia fuera, o si no, se sentaba en la banqueta negra que hacia juego con su traje y sus zapatos, ni siquiera llevaba abrigo, a pesar de la temperatura, y llevaba despejada la cabeza, rapada. No tenía ni barba. También es verdad que pesaría unos 130 kilos, por lo que la grasa que le recubría los músculos le calentaría, pero mirarle te producía frío, además de acongoje.
Tras este pensamiento, decidí que si me tenía que cagar lo hiciese fuera de mi coche, así que abrí la puerta de éste y comencé a andar hacia el garito. Tras mirarme de arriba abajo y mal, me dejó cruzar el umbral que custodiaba con una sonrisa que incluso se podría catalogar como sincera. Dentro, exceptuando la luz, era como si hubiese llegado al polo opuesto; calor insoportable, música (si se la puede definir así, ya que a mí me parecía poco más que ruido repetitivo) atronadora y repleta de gente moviéndose a la vez aprovechando perefctamente el poco espacio que había libre. Cinco minutos me costó llegar a la barra para pedirme algo. Decidí pedirme una fanta naranja. Después de preguntarme un par de veces que si sola con cara de extrañada, la camarera se dio la vuelta buscando el refresco. De repente, me viene una frase de una canción; "los chicos se la dan de chulos y las chicas de bordes", que describía perfectamente la escena que estábamos representando los dos, sobre todo ella, aunque supongo que con lo buena que estaba y el modelito que llevaba podía representar el papel de borde todo lo que quisiera, no creo que nadie se lo recriminaría.
Le doy un sorbo y me giro en dirección a la pista. Enseguida le veo en un grupo de cinco personas, tres de ellas chicas, todas muy monas, muy guapas, y como él, muy pijas. La verdad es que de momento me quedo con la camarera. Tengo dos opciones, esperar a que le entren ganas de mear, cagar, peinarse o meterse una raya y le dé por ir al baño, o a que chapen el garito y "acompañarle" a su casa. Esperaré a ver qué ocurre primero.