http://www.librodearena.com/blog/donmondolio/7104

lunes, 26 de diciembre de 2011

Sol de antaño

Bajo este sol agradador, aunque no suficiente ya que el abrigo y la bufanda no molestaban, todo lo contrario, aportaban, sumado aquél, la temperatura corporal ideal para pasear tranquilamente al borde del río. A nuestro lado pasaban bicicletas y personas corriendo, a alrededor, cada tantos metros, los niños jugaban en los columpios y demás artefactos para tal efecto. Íbamos de la mano, o del brazo, aunque por desgracia la necesidad de usar guantes impedía el contacto de nuestras pieles. Un contacto añorado, que me producía, por una parte, el deseo de volver a casa para poder recuperarlo, por otro, quería que este momento, esta sensación tan simple, y a la vez tan agradable, no se fuera jamás.
Después de muchos años en los que, apenas éramos compañeros de cama, como si estuviésemos obligados a compartirla por necesidad, más por obligación que por deseo, bordeando la separación total, aunque nunca fue más de un mes, y normalmente motivada, o casi justificada por trabajo, siempre volvíamos al hogar, al hogar mutuo, el interior de esas cuatro paredes que habíamos construido entre los dos, cada uno aportando nuestros detalles, e incluso colocando alguno de ambos, que ha aguantado treinta años, modificándose al ritmo que nosotros cambiábamos, tanto individualmente como pareja.
Al principio la cuerda que nos ayudaba a seguir unidos eran nuestras hijas, pero también sobrevivimos primero, al hecho de que se fueran a estudiar fuera, a estar tres meses sin tenerlas en casa, y después, a como la mayor se iba a vivir con su novio a Londres y la pequeña se fuese a trabajar a Milán, sufriendo esa soledad aumentativa, juntos, codo con codo. Ayer vinieron, como siempre, apurando y a última hora, poco antes de la cena. Pero como siempre, disfrutamos muchísimo con las historias de la pequeña, que no paraba de hablar, sólo interrumpida, y de muy de vez en cuando por los breves e ingeniosos comentarios de la mayor que conseguían siempre darles la puntilla y hacerlos perfectos, como siempre que se disponían a hacer algo las dos; cada una conseguía suplir las carencias, o la falta de virtudes, de la otra.
Hace treinta y cinco años que nos vimos por primera vez, también bajo este sol, aunque a más de mil trescientos kilómetros de aquí, siendo ambos turistas. Yo, creyendo que era una romana más, con su larga melena negra, su voluptuosidad, igualita para mis ojos a esas actrices italianas de mitad de siglo, que siempre me habían gustado tanto, más para tener algún contacto que para hacer turismo, la pregunté junto al castillo de San't Angelo:
-Scusi, ¿la piazza del popolo?
-Disculpe, ¿no eres el hijo de Francisco, el notario? -tras mi cara de sorpresa, se explicó-. No se debe acordar de mí, soy la hija del dueño del restaurante de Manolo, donde va a comer habitualmente -pausa-, me acuerdo que estuvistéis hace tres fines de semana.
Tras el desconcierto y, sobre todo, la incredibilidad de no haberme fijado en semejante belleza con la de veces que había ido a ese restaurante, y que ella sí lo hubiera hecho, empezamos a hablar y a recorrer Italia juntos, yo dejando tirados a mis amigos, y ella, alargando su estancia una semana más para acompañarme.
La verdad es que el Manzanares no se parece mucho al Tevere, pero tiene su aquél.

miércoles, 7 de diciembre de 2011

Leves caricias

Me acababan de servir el café pedido; apenas había sacado los papeles para prepararme la clase de la tarde cuando alguien me toca en el hombro. Me sorprendió su levedad y a la vez todo lo que me hizo sentir, pero resistí sin levantar la vista hasta que se sentó delante de mí. Es una capacidad que he aprendido con los años: sujetar los impulsos y no dejar que me controlen.
-Hola, ¿llevas mucho tiempo? Sabía que te encontraría aquí.
Sí, era María. Hablaba como si se hubiera ido una semana fuera. La verdad es que estaba aún más guapa que entonces; que hubiese alcanzado la cuarentena y los diez años que había estado en Londres le habían sentado muy bien, no creo que fuese por la comida. Echaba en falta que me hubiera dado dos besos. Como soy de pensar siempre bien, me dije que las costumbres inglesas le habrían hecho olvidar las españolas. ¿cómo se saludaban los ingleses?
-Pues sí. Ya sabes que soy un hombre de rutinas, y aquí, de momento, se está a gusto. ¿Cómo estás? ¿Qué haces aquí?
-Quería verte. Me han ofrecido volver una vez más y he creído que diez años fuera ya son suficientes. Y quería hablar contigo.
-¿De qué?
-¿Cómo que de qué? ¿De qué va a ser? Pues de nosotros, de tí, de mí, si has rehecho tu vida, si sigues enamorado de mí, si quieres que volvamos...
Tras unos segundos, que me tomé para meditar si soltar los impulsos que en ese momento me ardían por dentro, nada que ver con los de curiosidad que aparecieron cuando me tocó. Decidí soltarlos, pero sin perder demasiado la compostura.
-¿Estás de broma? ¿Después de tanto tiempo vienes aquí como si nada? Estás loca.
-Era algo que necesitaba hacer, y no podía estar escribiéndote o llamándote, porque si no hubiera vuelto enseguida. Además, Virginia me contaba como estabas.
-Por favor, vete.
Me miró sorprendida, aunque después respondió con una sonrisa que me decía que sabía que volvería a ella. Se levantó y se fue, no sin antes repetir el mismo roce en el hombro que hizo al llegar. A través del espejo situado en la pared podía observar sus andares de espaldas, joviales y alegres. Lo peor es que tiene toda la razón.